Desde la mesa impersonal de mi oficina, sentada, mirando una pantalla de ordenador que no me dice nada, pienso y reflexiono… y salgo de aquí. Me planto en el exterior, lejos de este trabajo que no es tal, lejos de seres que me rodean que no interactúan conmigo ni me aportan una pizca de sentimientos (sean cuales sean).
Ya está; estoy en la calle mojada, da igual el lugar concreto, estoy en esta ciudad tranquila, pequeña, concurrida, ruidosa a momentos y silenciosa a la caída del sol. Y miro a la gente de mi alrededor: hombres que te observan desde sus sillas del café, como si su sueldo dependiese de ello, hombres que se acercan a mi y mascullan piropos no deseados, hombres que pasean y disfrutan de esta ciudad. Y mujeres… mujeres como yo, que corren al trabajo, mujeres con niños a la espalda, cansadas de las horas, minutos y segundos, mujeres con un velo a juego con su modelo matutino, mujeres tapadas hasta las cejas, mujeres cómplices, mujeres escépticas, mujeres felices y mujeres tristes. Siento el estrés, de repente noto como mi paso es acelerado. ¿Qué pasa? No llego tarde a ningún sitio, mi mente me ha dado un respiro para salir de la oficina, ¿Qué estoy haciendo? Tranquila. Pero no puedo, mis piernas se mueven de forma autónoma a mi cabeza. Tranquila!
Plop!
He regresado, alguien ha hablado más alto de lo normal en el despacho y me ha obligado a permanecer de nuevo, en esta silla y delante de esta pantalla (que ahora sí que me dice algo).
No hay comentarios:
Publicar un comentario